Museo Nacional del Prado. Madrid

No se puede mirar.

Así titula Andrés Rábago (Madrid, 1947), El Roto, esta colección de dibujos realizada específicamente para ser mostrada en el Museo del Prado, donde coincide con la exposición de dibujos de Goya Solo la voluntad me sobra.

Precisamente el título que El Roto propone para esta muestra es también el de un dibujo del artista de Fuendetodos, perteneciente al Cuaderno C, que se puede ver solo unos metros más abajo, en una exacta vertical. La obra de Goya, con quien Rábago comparte una punzante visión crítica, es en este caso el punto de partida de la profunda y sosegada meditación que El Roto ha articulado sobre la inmutabilidad de la estupidez humana y la decadencia moral de nuestra sociedad.

Las obras de ambos autores están concebidas para hacernos pensar, para interrogarnos. Nos muestran el lado oscuro y real de la existencia. Si Goya dibujó y grabó con la intención de hacer partícipe a la sociedad de sus críticas al comportamiento humano, otro tanto persigue El Roto a través de sus viñetas diarias, en las que conjuga la imagen con un breve pero expresivo texto, en coherencia con lo esencial de su austero trazo.

Si hoy en día la búsqueda de diálogos entre los artistas del pasado y el presente es algo recurrente en el ámbito de los museos, nada mejor que comprobar lo fructífero de este planteamiento al mirar y leer estos dibujos de El Roto, a medio camino entre el capricho y el disparate. Y, a buen entendedor, pocas palabras bastan.

Comisario:
José Manuel Matilla, Jefe de Conservación de Dibujos y Estampas del Museo Nacional del Prado

 

Antonio Muñoz Molina

El Roto es un poeta satírico que hace un epigrama diario, un poeta ensimismado y observador del mundo que dibuja cada día un haiku visual, un panfletario que madruga para que cada mañana aparezca pegada por las paredes del periódico la tinta fresca de un pasquín incendiario, un francotirador que cada día dispara un solo tiro que da siempre en la diana. El Roto hace sus dibujos tan diariamente y tan solitariamente como hacía sus poemas Emily Dickinson, o como Giorgio Morandi dibujaba o pintaba sus frascos, vasos, tarros y botellas, y cada día se las arregla para ser tan él mismo que sería imposible confundirlo con nadie más, y también para ser sorprendente. Pero a diferencia de Morandi y de Dickinson El Roto trabaja sometido a los imperativos, las limitaciones y los plazos de la publicación en el periódico, con una disciplina de artesano que excluye por necesidad las celebradas veleidades del artista. Ha de ajustarse a un cierto formato, a un uso mínimo o nulo del color, a una austeridad de dibujo que permita la reproducción fácil en el papel y en la tinta del periódico. Y además ha de permanecer atento a lo que sucede cada día, porque aparte de poemas, de sátiras, de haikus, de panfletos, sus viñetas son crónicas y comentarios del presente, y él tiene el talento de acertar en el pulso de lo inmediato y al mismo tiempo darle la intemporalidad de lo que seguirá siendo relevante cuando pasen los años. Cada dibujo de El Roto está hecho con tal precisión de trazo, y cada texto es tan sintético, tan lleno de rabia, de sarcasmo, de agudeza poética y política, que parecen la destilación última de un largo proceso de concentración. Pero El Roto dibuja al ritmo de una viñeta diaria, y habrá una hora límite a la que sin remedio tendrá que haber enviado el dibujo, como un columnista de columna diaria, o como aquellos músicos de jazz que se ganaban la vida en los años treinta acompañando bailes de un minuto exacto, porque ese era el tiempo concedido por los diez céntimos del billete que compraban los clientes para bailar con las chicas. Duke Ellington, que compuso tantas obras maestras bajo la máxima presión de las giras, los ensayos y las grabaciones, decía: «I don’t need time; I need a deadline». Como Ellington, lo que El Roto parece necesitar para completar un dibujo no es el tiempo indeterminado de la inspiración, sino el plazo urgente de la entrega.

No falla nunca, y nunca deja de ser admirable. Cada día hay una nueva descarga eléctrica, un fogonazo igual de vívido de claridad, un golpe de risa que revela lo grotesco o lo ridículo o lo inmundo debajo de las proclamas solemnes o de las sinrazones o las estupideces que por repetirse tanto ya nos parecen normales. El Roto, literalmente, no deja títere con cabeza, y además nos hace ver hasta qué punto son títeres los figurones y los figurantes de la actualidad diaria, y qué semblantes de capricho de Goya o caricatura de Grosz o pintura negra se esconden debajo de las máscaras sonrientes de la publicidad política —en la política ya queda muy poco que no sea publicidad— y las informaciones financieras.

Pero al encontrarnos con él a diario y al seducirnos tanto con su agudeza corremos el peligro de no prestar suficiente atención a lo que más importa, lo que sostiene todo lo demás, su talento de artista. Al fin y al cabo, El Roto es un heterónimo, no un seudónimo, del excelente pintor Andrés Rábago. Con pundonor de artesano El Roto entrega cada día un dibujo que se imprimirá en el periódico y tendrá la inmediatez y la fugacidad de lo que al día siguiente habrá desaparecido. Pero ese dibujo se ha hecho con una plena conciencia estética, y para ser plenamente apreciado merece un espacio y un tiempo de más sosiego, y merece ser visto en su cualidad original, en la cercanía de la mirada que observa el trazo del pincel mojado en tinta y los breves toques de acuarela en la superficie del papel.

Felipe Hernández Cava escribió en un ensayo que Andrés Rábago, en la gran confusión del arte de los ochenta, encontró una base de seguridad en la conciencia de la artesanía, un sentido de pertenencia en la gran tradición de los ilustradores, casi siempre situada al margen y mirada por encima del hombro por los manejadores de los negocios y las jerarquías artísticas. En un segundo piso de la calle de Fernando VI de Madrid, en la galería La Caja Negra, ahora hay una oportunidad excelente de apreciar de cerca el trabajo de El Roto. La diferencia con las reproducciones del periódico, impresas o digitales, es parecida a la que hay entre ver en directo a un músico o escucharlo en una grabación; o más exactamente, es como ver en directo a un músico después de haber oído sus discos. Esa línea que parecía tan nítida muestra las gradaciones de la presión del pincel: como un fraseo de saxo menos limpio que el de una grabación, más respirado, más áspero. El juego del negro de las tintas sobre el blanco del papel El juego del negro de las tintas sobre el blanco del papel muestra toda la capacidad expresiva que cabe en su laconismo. Los toques de color, casi siempre muy breves, muy medidos, saltan a la vista como subrayados de ironía poética y hasta de dramatismo. En las paredes blancas de la galería, en las idas y venidas de una visita tranquila, los dibujos adquieren una secuencia narrativa, y eso refuerza la singularidad de cada uno al mismo tiempo que permite seguir un hilo que se pierde en la discontinuidad del periódico. Los dibujos de El Roto, como las crónicas breves de los grandes columnistas, se pueden agrupar en selecciones muy diversas, y hasta arbitrarias, y como tienen tanta coherencia interior y a la vez tanta variedad pueden dar lugar a un número ilimitado de libros posibles. Así nacieron, y nacen todavía, según el criterio de editores y antólogos, los libros de Pla, o los de Julio Camba, o los que reúnen colaboraciones en el New Yorker de Joseph Mitchell. En la galería La Caja Negra hay una selección de los dibujos que El Roto ha ido publicando sobre el mundo del arte. Son al mismo tiempo una sátira de toda la tontería del papanatismo de las modas y la desorbitada venalidad y una celebración del impulso creativo. Hay metáforas visuales que recuerdan a Magritte, figuras que vuelan o caen en el vacío como en los dibujos de Goya, ejercicios de virtuosismo y humorismo: unos jinetes cabalgan sosteniendo pinceles como si fueran lanzas o estandartes; un tiburón de Damien Hirst lleva entre las fauces el brazo arrancado de un pintor que sostiene todavía un pincel; el urinario de Marcel Duchamp ocupa el lugar exacto de la pelvis de un esqueleto. Y la tan teorizada y tan traída y llevada muerte de la pintura la resume El Roto en una sola viñeta: un sujeto sin cara, con una gabardina, sostiene un revólver, y a sus pies yace un tubo de color largo como un cadáver del que brota, como de la herida de un disparo, un charco rojo de sangre.

 

Reyes Mate

Las viñetas de El Roto son la ventana a la que se asoman cada mañana miles de españoles para ver lo que pasa. El Roto es un dibujante satírico que, como el artista del que habla Kafka, da la hora por adelantado. Pertenece a la estirpe, descrita por Walter Benjamin, de «avisadores del fuego», es decir, de quienes alertan de la catástrofe hacia la que corremos. Dice que lo hacen no porque estén dotados de poderes adivinos, sino porque son capaces de ver lo catastrófico que son los tiempos que corren.Llama la atención esa su pretensión de ver las cosas, de atenerse a la realidad, siendo así que la mayoría de sus personajes tienen ocurrencias que no son comunes. Pero es que para El Roto la realidad no es sólo lo que se lleva, ni lo que aparece, ni lo que parece. Un filósofo expresaría su intuición diciendo que no hay que confundir realidad con facticidad. La realidad son los hechos, claro, y también algo más que puede estar cubierto y ocultado por los hechos, que son tan sólo la parte de la realidad que aparece. Lo ocultado por lo aparente es la parte de la realidad que a él le interesa. Sus viñetas salen cada mañana a campo abierto al rescate de esa realidad. Y lo hace a su manera, por ejemplo denunciando lo que hay de irrealidad en lo más obvio y manifiesto. Un banquero mondo y lirondo dice con guasa mirando al público: «Pues sí…los bonos, las titulaciones y todo eso eran una ficción, pero ¿a qué parecía real?».El Roto sabe bien que la realidad es un campo de batalla en el que los poderosos juegan fuerte. Han heredado de sus ancestros no sólo un sólido patrimonio sino también el firme convencimiento de que, para mantenerlo, hay que lograr que los vencidos y humillados vean el mundo como ellos lo ven. Dicen que dos tercios de la humanidad se pasa la vida luchando por comer y un tercio, por adelgazar. Hay que conseguir que los que tienen hambre entiendan que les beneficia la gordura de los que están hartos. Y que cualquier otra salida es desaconsejable: «¡No salgáis del túnel! Fuera es todavía peor», dice alguien apostado a la salida. Pero El Roto no se arruga y acude puntualmente cada mañana a denunciar lo que de falso tiene la realidad dominante y a hacer visible lo que de vida tiene oculto o sometido por esa misma realidad. Es una pelea desigual porque «llevamos muchos siglos sumergidos en una especie de sueño colectivo y ahí nos hemos perdido». Como en la caverna de Platón, tomamos las sombras por realidad y acabamos confesando que la vida es sueño. Esa pérdida de conciencia es el resultado de una eficaz estrategia hermenéutica, urdida por el poder pero con la complicidad de otras muchas fuerzas que El Roto señala implacablemente. Un día el dardo apunta a la filosofía -«Instituto Superior de Filósofos Mudos»; otro a la religión: «La colecta de hoy será consagrada a la renta variable» o «Bendice señor estos misiles que les vamos a tirar»…Los saberes, las artes y el deporte se han sumado generosamente a esa tarea empeñada en ocultar la realidad y en convencernos de «¡Que gran verdad es la propaganda!». Contra ese poderoso enemigo sale El Roto puntualmente armado de un dibujo y de un texto.Hay que despertar del sueño (sommeil) y ponernos a soñar despiertos (rêver). Late ahí una pretensión moral a la que El Roto no renuncia. Sus viñetas no son chistes, es decir, no están hechas para una carcajada; no es un humorista, ni le interesa la risa, porque ésta consigue, sí, liberar tensiones, pero al precio de no elaborar lo aprendido; la risa es un fin en si mismo y El Roto busca el desasosiego, aunque el lector esboce una sonrisa al recibir el golpe. Tampoco pretende incrementar el conocimiento aunque lo que hace esté lleno de sabiduría. Lo que sí tienen es una intencionalidad moral. Confiesa en una entrevista que «el dibujante satírico es un agente moralizador de una sociedad que ejerce un papel determinado, yo creo que socialmente saludable, zahiriendo ciertos comportamientos que considera van en contra de lo que se entiende por bien común». Ese papel crítico tiene por objetivo «reforzar la conciencia del lector o del ciudadano, no tanto para debilitar al poderoso sino para reforzar a aquel que está sometido. Ayudar a dar forma a aquello que está en el pensamiento del otro de manera que lo pueda asumir e integrar de forma más clara». Consciente de sus límites -«la sátira al poder sólo le hace cosquillas»- no pretende cambiar el mundo, sino, más modestamente, hacer algunos ajustes, fiel en esto al mesianismo pobre del que hablaba Derrida. Lo que busca es sencillamente zarandear al individuo para que despierte del sopor en que está inmerso.Tiene tan claro su modesto, pero realista, objetivo que teme el éxito excesivo. Le da miedo que el lector se sienta satisfecho celebrando la agudeza del texto o del dibujo. Pide al menos un momento de reflexión. El aire fresco que recibe al abrir la ventana debe servir para despertarle y fijar la mirada en la realidad a la que El Roto apunta. Si la viñeta se agota en sí misma, aunque se celebre, la verá como un fracaso…

 

 

 

 

José Luis Pardo

Seguro que no soy el único que se ha preguntado muchas veces por qué las viñetas de El Roto son tan extrañas e inquietantes. El dibujo es claro e inequívoco. Los temas también parecen, a primera vista, sencillos y diáfanos. Finalmente, las leyendas son, casi siempre, totalmente explícitas. ¿Por qué habrían de resultar perturbadoras? ¿Por qué tiene el lector la impresión de que, incluso en los casos en que provocan la risa, esta se atraganta y queda estrangulada en los mismos músculos en que se desata?

Las viñetas de la prensa, en general, no tendrían sentido si no existiera algún tipo de complicidad entre el autor y el lector. Pero el tipo de cooperación inconsciente al que estamos más acostumbrados es ese guiño mediante el cual el humorista resuelve la situación sirviéndose de un atajo -una transposición de sentido- que, aunque imprevisto, suscita gratitud en el receptor, porque afloja la tensión a pesar de lo muy lóbrego que pueda resultar el asunto. Se diría que uno mismo podría haber encontrado esa «solución», que la percibe como algo familiar que no llegaba a formular y que el dibujante ha sabido articular de forma ingeniosa. El Roto cambia algunas de las reglas de este juego.

Para empezar, dificulta la identificación del lector dibujando unos personajes nítidos y al mismo tiempo oscuros, que a menudo parecen extraídos de El vagón de tercera de Daumier, pero como si el tren que lo lleva enganchado hubiera descarrilado justo al atravesar ese puente que sirve de escenario a El grito de Munch. Los caracteres resultantes son supervivientes de una gran catástrofe moral, y el mundo que habitan se parece mucho al patio de aquella cárcel que describió Bob Dylan en su homenaje a George Jackson: unos son guardias, otros son presos, pero todos comparten la misma atmósfera sórdida de adormecimiento espiritual que les impide incluso notar su servidumbre. Desde la oficina de planificación de este calabozo transparente e invisible se escuchan las consignas de quienes se encargan de mantener el orden: La clave del bienestar social consiste en que la gente no se entere de lo mal que vive; o bien: La gente se está empezando a hacer preguntas: ¡Sube el volumen del miedo!

El miedo es, en efecto, el principal alimento de estas criaturas desamparadas, y lo que a todas luces está en la raíz del tipo de secreta colaboración entre autor y lector que confiere a los dibujos de El Roto esa peculiar extrañeza de la que hablábamos. El cinismo con el cual se expresan los guardianes de la prisión delata que la lógica depredadora del ciego poder que ejercen sobre sus víctimas es tan desnuda y simple que ni ellos mismos pueden creerse las mentiras con las cuales lo disfrazan. Tenemos que quedarnos con vuestros recursos naturales para poderos auxiliar después, dice el palafrenero del tirano a una de sus presas. Pero esta ceguera encuentra ojos en la mirada humillada de su interlocutor cuando, manifestando una comprensión igualmente hipócrita de esa misma e implacable racionalidad, el tiranizado convierte en factible lo inverosímil, hace creíble lo increíble y responde, sumiso: Claro, claro.

Aunque sepamos que es el miedo quien habla por su boca, el asentimiento frente a lo insoportable que así se delata nos avisa de que quizá los planes del verdugo no llegasen nunca a poder realizarse sin algún tipo de cooperación por parte de la víctima, del mismo modo que las viñetas no lograrían su objetivo si el lector no reconociera en ellas algo de sí mismo. Lo que sucede es que, en estas goyescas viñetas negras, lo que el lector reco- noce de sí mismo -y de lo que se reiría si la risa no se le helase en los labios- es precisamente aquello que de sí mismo le hace menos gracia (Lo peor de mí es lo que me da de comer), aquello que preferiría no tener que aceptar. Comprender una de estas viñetas es nada menos que admitir en uno mismo ese lazo de complicidad con la barbarie sin el cual no sería posible la lógica vergonzante que domina el patio de la cárcel. El Papa nos habló de amor y el emperador de odio. Pero luego vi cómo ambos se abrazaban…

 

 

Luis Goytisolo

¿Significan las palabras lo que los diccionarios nos dicen que significan? En el primer cuarto del pasado siglo, tras los horrores de la Gran Guerra, unos cuantos escritores y artistas lo pusieron en duda. La mayor parte de los ismos de aquel entonces deben su existencia a esa duda, a la irrealidad de la palabra, a la irrealidad de la realidad. Tras la Segunda Guerra Mundial, tras los holocaustos que acompañaron al Holocausto, la cuestión se radicalizón todavía más: ¿era posible seguir escribiendo después de todo aquello, utilizar las mismas palabras que habían servido para organizar o justificar lo sucedido? Para muchos -creadores y críticos- era evidente que no, que había que buscar otras formas de expresión. Sólo que, vencida la reacción traumática, el escritor realizó una vez más lo que tantos otros se han visto obligados a realizar a lo largo de los siglos: rehacer el idioma, recuperar las palabras, todas las palabras, tras limpiarlas de cualquier clase de adherencia por el mismo procedimiento por el que fueron ensuciadas, invirtiendo su significado, convirtiéndolas en expresión de lo contrario que habían expresado. Si libertad o libre habían sido convertidas en sinónimo de opresión, al ironizar sobre tal mutación, al convertirla en disparate objetivo, se daba a la palabra una nueva acepción redentora. Utilizar literalmente, fuera de contexto, el discurso totalitario de un dirigente político, por ejemplo. En cualquier caso, el instrumento fundamental -aunque no el único- en la tarea de recuperar palabras es la ironía.

Lo es, desde luego, para El Roto, en sus colaboraciones diarias, mezcla de dibujo y palabra, recogidas en el presente Vocabulario figurado. Me atrevería incluso a decir que tal conjunción es lo que mejor le distingue de otros buenos dibujantes satíricos de la prensa periódica: el papel que la palabra desempeña en su obra. Palabras de contenido social, político, religioso, económico o filosófico que han llegado a ser sinónimo de lo contrario de lo que significan, pero que debidamente limpiadas por la ironía no parece sino que hayan recuperado su libertad de movimiento.

Antecedentes, que yo sepa, no hay muchos, aunque sí muy ilustres. El más próximo en la idea, ya que no en el tiempo, sería Daumier y sus obsesiones respecto a médicos y juristas, para él leguleyos y matasanos. Pero en España tenemos a otro todavía más ilustre: Goya, el Goya de los Caprichos, los Disparates y los Desastres. La mezcla de ingenuidad y maldad, de piedad y horror es muy semejante en ambos. Pienso, por ejemplo, en el Capricho titulado Aquellos polvos… Tremendo. Ni sarcástico ni mucho menos gracioso. Y es que ¿son graciosos los dibujos de El Roto? Con frecuencia, más bien espantan.

Pero hay otro rasgo todavía más específico común a las estampas de Goya y de El Roto: el carácter inequívocamente hispánico de la realidad representada. Los horrores de Goya no son alemanes o rusos, ingleses o turcos. Son hispánicos. Y los personajes de El Roto, pertenezcan al pueblo llano o a las élites financieras, son esencialmente hispánicos, así en su cándida inocencia como en su rapaz estolidez. Marx precisó con gran agudeza la alienación que aquejaba a la clase obrera de su tiempo, distinta de los diversos tipos de alienación propios del estado de bienestar y de la sociedad de consumo, hoy mucho más vigentes. No prestó atención, en cambio, a la alienación que padecía el hombre de empresa de su tiempo y que siguen padeciendo los hombres de presa actuales. Una alienación regida en lo fundamental por la estupidez, por brillantes que sean sus resultados desde un punto de vista técnico: estupidez en el ámbito subjetivo -en cuanto ese tan oscuro como poderoso hombre de negocios que representa El Roto habrá vivido su vida tan poco como el obrero de los tiempos de Marx la suya-, y estupidez en el ámbito objetivo, toda vez que lo que él entiende por crear o construir significa en realidad destruir. Pues bien, el inexpresivo fatalismo con el que semejantes seres se expresan no es ni estadounidense ni británico ni alemán, sino de profundas raíces hispánicas, todo y todos sometidos a ese fatalismo tan inexorable como el delos pasos de Semana Santa. Al igual que la bondad y la dejadez que recoge en otras ocasiones, la irreflexión y la banalidad, la candidez y las determinaciones más despiadadas. Por encima de los grandes negocios, del delito ecológico, de la corrupción, del fanatismo religioso, del consumismo o de la mentalidad multimedia, los desastres recogidos por el Vocabulario figurado de El Roto se hallan presididos por la estupidez…